De repente, ella gritó entre sollozos que se callara, que no
quería seguir discutiendo. Se secó las lágrimas y sacó de su bolso azul su
estuche de maquillaje. Él la miró con los ojos llenos de rabia por no haber
dado él el golpe de estado que declaraba la última palabra, pero cuando vio
aquel neceser, bajo la mirada, y la última lágrima de furia, se transformó en
tristeza.
Recordó cada vez que ella entre risas se pintaba los labios
de rosa pálido y acto seguido le besaba en la frente para “que todas sepan que
eres mío”. Ese recuerdo le llevo al primer aniversario.
Al despertarse ese lunes, se encontró una marca de un beso
con ese pintalabios rosa en su mesilla, otra en el suelo de parqué, otra en el
marco de la puerta, y finalmente, un texto escrito en el espejo del baño:
“Buenos días mi rey; felicidades! Un año juntos compartiendo lo bueno y lo no
tan bueno, aguantándonos el uno al otro, comprendiéndonos, pero sobretodo,
amándonos siempre, besándonos siempre y sonriendo siempre al otro. Gracias.
Siempre tuya, Lorena”. Otra lágrima de tristeza se escurre por esas ojeras
marcadas por las largas noches en vela, intentando darle la espalda a los
problemas, pero sobretodo, dándole la espalda a ella.
Frena. Un peatón cruz corriendo pidiéndoles perdón con la
mano. Ella baja la mirada. Cuanto tiempo llevará sin pedirle perdón. Y
recuerda. Cuando cada discusión, era solucionada con un perdón; cuando corría a
sus brazos sollozando y diciendo que era estúpida. Y recuerda, su primera
discusión.
Dos jóvenes de 19 años discutiendo, gritándose como si el
fin del mundo se acercase y uno de ellos tuviese la culpa. Toda la tragedia se
originó porque Raúl la había visto hablando con un chico y ella no le contó
quién era. El chico era su hermano Alejandro, aún desconocido para Raúl. Se
echaron en cara todo un mes de reproches, que aunque no fuesen muchos, sirvió
para que los dos dejaran de hablarse durante 3 días. Ese tercer día, Raúl se
presentó en casa de Lorena con una cartulina donde ponía “PERDÓNAME POR SER TAN INSOPORTABLE”. Lorena rompió a llorar de la risa y se besaron, mientras se pedían
perdón. Los celos y Raúl. Cuantas y cuantas discusiones habían sido originadas
por esos demonios que lo perseguían.
Pulsa un botón. Un cd empieza a cargarse en el estéreo del
coche. Los dos saben que canción sonará la primera. Y los dos tienden la mano a
pulsar el numero 2 pero no llegan a tiempo. El destino es más rápido y hace que
se cuelen los dos primeros acordes entre sus dedos. Los dos detienen el
movimiento y vuelven a su posición de defensa. Recuerdan. Raúl recuerda.
Los tirabuzones de su pelo al moverse al ritmo de esas
notas, eran la octava maravilla del mundo. Su risa era la melodía más
cautivadora del universo. Y bailaba. Y le sacaba a bailar. Y él se hacía de
rogar para poder contemplarla un rato más. Ahora nadie ruega.
Lorena recuerda. Como la miraba; parecía que se iban a
fundir en cualquier momento del deseo. Ella se movía para que él la mirase. Y
él lo hacía encantado. Sus ojos ardientes eran la droga que la hacía extasiarse
con esa canción. Ahora no hay fuego.
Vuelve a frenar. Semáforo en rojo. Se miran. Recuerdan.
El primer día que llegaron a Madrid, llegaron a pararse en
10 semáforos en rojo. Y en cada semáforo se comían a besos. Los coches los
pitaban cuando no se daban cuenta que había cambiado de color. Y ellos se reían
como locos, esperando impacientes el siguiente semáforo. Fue como una promesa
sellada en silencio, con el silencio de los besos, con ese hermoso silencio de
caricias y amor.
¿Hace cuánto dejaron esa promesa olvidada? ¿Hace cuánto
Lorena había guardado esa promesa joven en la caja de zapatos? ¿Hace cuánto
Raúl había olvidado esa promesa?
Bajan la mirada. Verde. Se perdió la oportunidad. Se les
escapó el tiempo.
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