Era imposible contener las lágrimas. La impotencia de los
dos era tan grande que las ventanillas de aquel Opel Corsa parecía que se
abombaban. Ya no se entendían. Ella quería consumir su juventud; él ya quería tranquilidad.
Ella guardaba en una caja de zapatos todos los sueños que no se habían
cumplido; él se conformaba con olvidarlos. Ella despertaba cada mañana con una
canción en la cabeza; él, sin embargo, ponía en la radio las noticias.
¿Dónde quedaron aquellas miradas tímidas? ¿Aquellos besos
robados? ¿Dónde había quedado la magia y el deseo?
Y allí estaban, gritándose, llorando por no saber la
solución, mientras avanzaban entre la densa
circulación de la calle madrileña
de Tirso de Molina.
Hace años, ese recorrido lo hacían con ilusión, con los bolsillos
llenos de ganas, con los ojos llenos de amor, con las bocas llenas de sonrisas,
y de besos… besos que ya sabían amargos.
Habían llegado a Madrid a cumplir sueños. Soñaban con vivir,
con descubrir, con descubrirse, prometiendo que siempre estarían juntos.
Soñaban juntos, y vivir juntos había sido su mejor aventura.
Desde entonces,
habían cambiado muchas cosas; quizás todas, menos aquel coche.
Aquel coche donde hoy se gritaban, había sido su alfombra
mágica, su nube de algodón dulce. La tapicería había sido su ropa, su abrigo y
su justiciero. Cada kilómetro de ese coche, era una historia.
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